Don
Cruz siempre fue viejo. Tenía el pelo tan blanco, peinado con una
impecable raya en medio, que recordaba a un cuaderno nuevo abierto al
azar. Cogía el bolígrafo casi por la punta y más que escribir
grababa las letras sobre el papel. Y no solo prestaba libros. A veces
los regalaba. Él es mi primera imagen de biblioteca.
También
me acuerdo de Sira que, un martes de noviembre por la mañana, me
regaló un paseo por la playa. Recogimos conchas mientras hacíamos
un campeonato de recuerdos de infancia sobre libros y lecturas:
—Javier:
Por
la noche, yo leía con
mi linterna, debajo de las sábanas.
—Sira:
Mi
padre me desenroscaba las bombillas de la habitación y yo tenía que
asomarme a la ventana, para atrapar la luz de una farola.
—J:
Yo quería ser librero.
—S:
Yo
bibliotecaria y, si no,
vivir en una cárcel, sin nada más que hacer que leer libros.
Me
ganó por goleada, aunque yo cogí mas conchas.
Sólo
en tercer lugar aparece mi madre: bibliotecaria. Ya le he pedido
disculpas y me ha dicho que lo entiende. Nadie es profeta en su
tierra. Además, los libros a su cargo, sobre todo, eran de leyes.
Después,
me vienen algunas cosas que he aprendido leyendo:
Nada
es imposible.
Hay
libros que cuentan más de una historia.
Los
mundos que alguna vez he soñado, existen. Y alguien ya ha estado
allí.
Hay
palabras afiladas.
Las
mejores historias no siempre son las más largas.
Ni
las que tienen más dibujos.
El
mundo sigue girando si dejas a medias un libro que te aburre.
Eso
que siento cuando, todas las mañanas, me recreo mirando la curva de
su espalda, se puede explicar con palabras.
Con
menos de mil palabras se pueden dibujar fantásticas imágenes.
Las
historias pueden continuar más allá de la última página.
Entre
páginas, los viajes en tren son más cortos de lo que parecen.
Y
entre libros, quince años dan para muchas historias, cultura,
mundos, sueños, dibujos, ilusiones, viajes, encuentros, lecturas
solitarias y compartidas... Regalos para todos los que los han
disfrutado.
Felicidades.
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